Levantó la vista y fijó sus oscuros ojos en la tierra cubierta de hierba y margaritas que se extendía bajo sus pies. Sabía que tras aquellas montañas se asentaba la ciudad de Roma a la cual acababa de arrebatarle unas cuantas vidas. Aníbal cerró los ojos y respiró el aroma que desprendían aquellas blancas flores al tiempo que en su mente se formaban los recuerdos de su recién batalla. El sonido de las armas al entrechocarse con sus rivales, la facilidad con la que éstas desgarraban la piel de sus victimas las cuales acababan muriendo a la vez que, de sus cuerpos, ríos de sangre emanaban sin control, manchando los inmaculados pétalos. Destrucción, la presencia de la gélida muerte deseosa de llevarse una vida más y los dioses siendo claros presentes en tan cruel combate. Y entonces la voz de Maharbal resonó una vez más en sus oídos: “Sabes vencer, Anibal, pero no sabes aprovechar la victoria.”
“Solamente quiero que mis hombres descansen.” Pensó y sus labios se curvaron en una sonrisa triste. “Si no he tomado la ciudad romana es por ellos. Pero por Júpiter Óptimo Máximo la tomaré, entonces seré el claro vencedor y mi padre estará orgulloso de mí.”
Recordó aquel día, años atrás, cuando su padre lo había traído ante el altar del magnánimo Dios. Por aquel entonces era un niño que tras la máscara de la valentía escondía aquel inevitable miedo. Había jurado que jamás firmaría la paz y la paz quedaba aplastada con las numerosas batallas que pretendía desatar contra los romanos.
“Nuestras espadas se hundirán en todos los corazones romanos.”Siguió pensando. “Y el pueblo romano navegará en los ríos de la muerte por toda la eternidad. Yo me encargaré de llevarlo a cabo y cuando ello esté cumplido podré vivir tranquilo con mi juramento cumplido.” Desenvainó la espada y la clavó en la tierra húmeda, briznas de hierba y pétalos rotos volaron alrededor de sí mismo. “¡Yo, Anibal, hijo de Almícar, así lo juro y si fallo caeré sobre la muerte sin posibilidad de salvación!”
Se movió. Tenía los huesos entumecidos y el sabor de la sangre en su boca. Y entonces, Escipión, recordó lo ocurrido: la batalla contra los cartagineses. Aún resonaban en su mente el sonido de las espadas al chocar unas contra otras, la fatal facilidad con la que se hundían en los pechos de sus víctimas, el líquido rojo que emanaba del cuerpo de éstas… No pudo más, abrió los ojos y un nudo en su estómago se formó al ver los cadáveres que se amontonaban a su alrededor.
-¡No!-Exclamó.
Sus ojos se anegaron de lágrimas. Se incorporó tembloroso y reconoció a su hermano y padre entre el cúmulo de muertos. Las palabras de ellos volvieron a su mente involuntariamente: “Venceremos otra vez, Escipión, ya lo verás.” Otro grito proveniente de su garganta se elevó hacia el cielo vespertino. De repente en su mente se formo una sola palabra: venganza.
Tras recuperar la espada ensangrentada del suelo se levantó y paseó entre los cuerpos sin vida tanto de romanos como de cartagineses en busca de otro posible superviviente. Identificó a sus amigos y a otras personas con las que había conversado y de nuevo rompió en un nuevo llanto. Y entonces el dolor se mezcló con el odio y una sed de venganza irrefrenable.
“Los cartagineses no vivirán por mucho tiempo.” Pensó mientras caminaba sin descanso. “Viajaré hacia Cártago y atacaré el cuartel general, destruiré la ciudad sin contemplaciones, segaré vidas como lo hicieron con mis compañeros. Pero primero iré a Hispania a fundar mi propio ejército, un ejército calculador y frío que acate mis órdenes. Y así mi hermano, padre, amigos y conocidos serán vengados. Enviaré a Cártago a las profundidades del inframundo junto con Plutón. Yo, Publio Cornelio Escipión, juro que si ello no se llevase a cabo arrancaré mi vida sin vacilación alguna. Oh, Némesis, tú que eres la Diosa de la Venganza, ayúdame a cumplir la mía y te erguiré un templo en tu honor.”